A José Álvarez Patiño
Porfirio Barba-Jacob dando alaridos por toda América,
Primitivos alaridos desesperados, gritos de parturienta,
Que horrorizarían a Mr. Eliot tan educado, un verdadero gentleman.
Primitivos alaridos desesperados, gritos de parturienta,
Que horrorizarían a Mr. Eliot tan educado, un verdadero gentleman.
Porfirio desmelenado, como las furias, sin ninguna consideración por mi barrio,
Porfirio avolcanado, echando lava y humo por toda América,
Desgreñado, peludo, moviendo las aspas como un molino;
No creo que haya sido recibido en el cielo con esos modales.
Y sin embargo también era un solitario entre llamas y azufres,
Sufriendo de desmesura terrenal, arrebatado, acosado, energúmeno,
Viniendo hacia mí con grandes berridos atemorizantes,
Yendo de aquí para allá como si fuera el viento,
Que a veces amaina y se vuelve tierno entre las cosas débiles,
Y luego otra vez tumultuoso y desordenado como río salido de madre.
Exaltado, turbulento, tempestuoso,
Para qué tanto afán, esos gritos me alteran los nervios.
Pero él creía que tenía que gritar, un americano rústico,
Bramando como un poseso, balando, todo el tiempo clamando,
Arrastrando un dolor demasiado grande,
Dando puños a todo,
Arbitrario, desaforado, devastado, palidísimo,
Al trote y al galope,
Para qué tanta agitación, fatigarse con imprecaciones.
Más vale quedarse en silencio delante del té.
Demasiadas preguntas para la única respuesta disponible,
Y esa retórica ampulosa de la época, que complicaba las cosas.
Después de asustarnos desconsideradamente con la máxima alarma,
Habiendo dado a nuestra puerta, tan respetable, unos golpes tremendos,
Se quedaba de pronto tranquilo, mirando el campo,
El árbol que sombrea la llanura, el cordero que pace la grama, el son del viento en la arcada.
Y sin embargo necesitó de toda esa fuerza para revelarnos su existencia y la nuestra.
Sin su grito estentóreo, en aquellos años apacibles entre las dos guerras, es posible que no nos hubiésemos enterado de nada.
Pero, ¿Por qué nos apura en el peor momento,
Cuando llegamos al punto donde se borra el camino?
Porfirio avolcanado, echando lava y humo por toda América,
Desgreñado, peludo, moviendo las aspas como un molino;
No creo que haya sido recibido en el cielo con esos modales.
Y sin embargo también era un solitario entre llamas y azufres,
Sufriendo de desmesura terrenal, arrebatado, acosado, energúmeno,
Viniendo hacia mí con grandes berridos atemorizantes,
Yendo de aquí para allá como si fuera el viento,
Que a veces amaina y se vuelve tierno entre las cosas débiles,
Y luego otra vez tumultuoso y desordenado como río salido de madre.
Exaltado, turbulento, tempestuoso,
Para qué tanto afán, esos gritos me alteran los nervios.
Pero él creía que tenía que gritar, un americano rústico,
Bramando como un poseso, balando, todo el tiempo clamando,
Arrastrando un dolor demasiado grande,
Dando puños a todo,
Arbitrario, desaforado, devastado, palidísimo,
Al trote y al galope,
Para qué tanta agitación, fatigarse con imprecaciones.
Más vale quedarse en silencio delante del té.
Demasiadas preguntas para la única respuesta disponible,
Y esa retórica ampulosa de la época, que complicaba las cosas.
Después de asustarnos desconsideradamente con la máxima alarma,
Habiendo dado a nuestra puerta, tan respetable, unos golpes tremendos,
Se quedaba de pronto tranquilo, mirando el campo,
El árbol que sombrea la llanura, el cordero que pace la grama, el son del viento en la arcada.
Y sin embargo necesitó de toda esa fuerza para revelarnos su existencia y la nuestra.
Sin su grito estentóreo, en aquellos años apacibles entre las dos guerras, es posible que no nos hubiésemos enterado de nada.
Pero, ¿Por qué nos apura en el peor momento,
Cuando llegamos al punto donde se borra el camino?
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